Después de unos días intensos en Roma, llegué a Nápoles con una mezcla de emociones. La ciudad, famosa por su energía caótica y su autenticidad, me tenía intrigado. Sin embargo, el día no había comenzado de la mejor manera. Eran las 7:00 a.m. cuando me desperté en el hostel en Roma, apenas recuperándome de una mala noche. El aire acondicionado del cuarto había estado tan fuerte que me dejó con la garganta seca y un resfriado en plena formación. Me sentía como si estuviera peleando una batalla interna: mi cuerpo exigiendo descanso, pero mi mente decidida a no perder un solo día de aventura.
Después de una ducha rápida y con todo listo desde la noche anterior, salí del hostel a las 9:00 a.m. Quizás debí haber salido un poco antes, pero la energía de Roma me había agotado, y cada minuto extra en la cama parecía una bendición. Con mi mochila a cuestas, llegué a la estación de tren justo a tiempo. Aliviado, pero sudando y sintiendo cómo mi cuerpo empezaba a perder la pelea contra el resfriado, tomé asiento en el tren. Dos horas de viaje hasta Nápoles, pero cada minuto se hizo interminable. La congestión en la nariz, el ligero dolor de cabeza… el viaje se convirtió en una espera incómoda.
Cuando por fin el tren llegó a Napoli Centrale, la primera bocanada de aire napolitano me golpeó de inmediato.Las calles bullían con una energía incontrolable, motocicletas y autos moviéndose en todas direcciones, ignorando semáforos y cualquier lógica aparente. A mi alrededor, el olor a gasolina se mezclaba con el aroma tentador de una pizzería cercana, mientras montones de basura se acumulaban en las esquinas, como si fueran parte del paisaje urbano de Nápoles. A pesar de todo, había algo vibrante en la ciudad. Esa especie de desorden organizado que, aunque intimidante, tenía un magnetismo que no se podía ignorar.
Siguiendo el GPS, caminé con mis dos mochilas hacia el hostel que había reservado. Estaba en una zona que parecía aún más caótica que el resto de la ciudad, pero, según las reseñas, era seguro. Finalmente, llegué frente a un edificio viejo y gastado, con paredes manchadas y una puerta apenas distinguible. Vi un pequeño cartel que indicaba que ese era mi destino. Entré.
El interior del edificio no mejoraba mucho la impresión exterior: las escaleras de mármol desgastadas, las paredes desconchadas y una atmósfera que, si bien no se sentía peligrosa, tampoco transmitía confianza. Me encontré con un conserje, un hombre mayor, claramente italiano, que apenas hablaba inglés. Tras un intercambio torpe y confuso, me indicó que subiera al tercer piso y, con un gesto rápido, me señaló hacia un intercomunicador que estaba algo escondido. Siguiendo sus indicaciones, caminé hasta el intercomunicador y toqué el timbre, solo para ser recibido por una voz distorsionada, interrumpida por interferencias. Traté de comunicarme lo mejor que pude, aunque la conversación fue confusa. Después de un momento incómodo, la puerta finalmente se abrió con un clic metálico.
Entré al edificio y me encontré en el dilema de cada viajero agotado: subir los tres pisos por las escaleras o tomar el ascensor. Las mochilas parecían cada vez más pesadas, pero en ese punto ya estaba tan cansado que decidí afrontar las escaleras, con la esperanza de que esta decisión me llevara a una mejor sensación de control sobre mi destino. Mientras subía, con cada paso, repasaba mentalmente lo vivido hasta ahora, deseando que la habitación fuera al menos una pequeña recompensa después de un día tan agitado.
Al llegar, la puerta se abrió lentamente, y me recibió un joven chino, con una sonrisa nerviosa y un inglés tambaleante. Lo primero que hizo fue pedirme el pasaporte, y tras echar un vistazo, me soltó: “61 euros”. Le respondí que pagaría con tarjeta, a lo que él rápidamente replicó: “Mejor en cash”. No tenía tanto efectivo conmigo, así que le expliqué mi situación. Por un momento, pareció considerar mi respuesta con desconfianza. Finalmente, me pidió que esperara y desapareció por una puerta sin decir nada más.
Mientras esperaba, mis ojos comenzaron a recorrer el lugar. Las habitaciones estaban abiertas, y lo que vi me dio mala espina. Pertenencias de viajeros estaban regadas por todos lados: mochilas abiertas, ropa colgando de las camas, y una sensación de descuido total en el ambiente. La desconfianza se asentó en mi estómago.
El joven regresó, esta vez con un pos en la mano, pero antes de que pudiera siquiera pasar mi tarjeta, algo dentro de mí me hizo preguntar por los lockers. Su respuesta fue directa, pero inquietante: “No tenemos. Si tienes algo valioso, lo guardamos nosotros”. Esa frase se sintió como un golpe. Todo mi instinto me gritaba que saliera de ahí lo antes posible.
Justo en ese momento, un grito estridente vino desde una habitación cercana. El joven respondió con rapidez en chino, y de repente, como si la situación no fuera ya lo suficientemente tensa, apareció una mujer mayor, con un rostro tan severo que parecía que acababa de interrumpir una discusión familiar. La incomodidad alcanzó su punto máximo en ese preciso instante.
Sin entender nada de lo que decían, era evidente que discutían sobre mí. La mujer se volvió hacia mí con ojos furiosos y, en un inglés rudimentario, me dijo: “Pay or leave”. Mi sorpresa fue inmediata. Intenté explicar que simplemente no me sentía cómodo, pero ella no quiso escuchar. Abrió la puerta y, con un gesto brusco, me indicó que me fuera. No podía creer lo que estaba sucediendo. Sentí cómo mi rostro se encendía de vergüenza, una mezcla de humillación y frustración que pesaba más que mis dos mochilas. ¿De verdad me estaban echando? Mientras me apresuraba a salir, las palabras de la mujer aún resonaban en mi cabeza, y me sentía como un intruso, un desconocido rechazado en una ciudad que apenas comenzaba a conocer. Recogí mis cosas, con el corazón acelerado, y salí de allí sin mirar atrás.
Mientras caminaba por las calles de Nápoles, el caos y la confusión se mezclaban con mi frustración. Saqué mi teléfono y comencé a buscar desesperadamente un nuevo alojamiento. Encontré uno, más caro de lo que había planeado, pero con buenas referencias. Decidí arriesgarme. Estaba en una zona céntrica, pero para llegar, necesitaba tomar el metro. Fui hasta la estación más cercana, compré un billete de 24 horas, y me dispuse a buscar la línea 1.
Y ahí vino el siguiente golpe del día: la línea 1 no funcionaba. Sentí cómo mi paciencia empezaba a desvanecerse. Podía caminar 30 minutos cargando mis dos mochilas o intentar la línea 2, pero eso implicaba más tiempo y más complicaciones. Mientras evaluaba mis opciones, vi algo que me levantó el ánimo: una bicicleta de Lime. Parecía la solución perfecta. Alquilé una, puse mi mochila pequeña en la cesta delantera, y empecé a pedalear por las calles estrechas de Nápoles.
Por unos minutos, todo parecía mejorar. Sentía el aire fresco en mi rostro, y la ciudad comenzaba a mostrarme su lado encantador. Hasta que, de repente, la cadena de la bicicleta se salió. Me detuve, sudando y con un esfuerzo casi heróico, volví a encajar la cadena y me subí decidido a continuar… solo para que, segundos después, la bicicleta se rebelara de nuevo y la cadena se rompiera por completo. Era como si Nápoles me estuviera poniendo a prueba, un obstáculo tras otro, desafiándome a no rendirme.
Frustrado, pero intentando mantener la calma, me di cuenta de que el destino había sido piadoso en un pequeño detalle: la bicicleta se había descompuesto justo frente a otra de Lime. Decidí que no iba a rendirme tan fácil, así que aparqué la bicicleta rota y me subí a la siguiente, dispuesto a continuar mi recorrido. Pero el alivio duró poco.
Al parecer, la batería de esta nueva bicicleta estaba casi agotada. Lo descubrí en la primera pendiente que intenté subir, donde cada pedalada se volvía más pesada y las mochilas que llevaba al hombro parecían duplicar su peso. Me sentía atrapado entre la inercia y el cansancio, luchando por mantener el ritmo, mientras el sudor me caía por la frente. La ciudad parecía no tener misericordia conmigo.
Finalmente, tras varios intentos, la tercera bicicleta fue la vencida. Después de lo que había sido un auténtico campo de batalla entre yo y las bicicletas de alquiler, el nuevo hostel se sentía como un oasis. Crucé la puerta con el cuerpo agotado pero con una chispa de esperanza, y la sonrisa cálida de la recepcionista confirmó que, al fin, algo estaba saliendo bien. Mientras revisaba mi reserva, notó que hablaba español, y pronto la conversación fluyó con naturalidad. Le conté mi odisea del otro hostel, y ella se rió con empatía. “Parece que no era el lugar para ti”, dijo con una sonrisa. Para mi sorpresa, el check-in no era hasta las 2:00 p.m., pero me dio la habitación sin problema. “Hoy tienes suerte”, me dijo.
Al final, mi llegada a Nápoles fue una montaña rusa emocional. Desde el caos y la desconfianza del primer hostel hasta la calidez del segundo, el día había sido una prueba de paciencia. Al recostarme en la cama del nuevo hostel, cansado pero satisfecho, me di cuenta de que cada obstáculo había sido una prueba. Nápoles no es una ciudad que te abra los brazos de inmediato; te desafía, te reta a entender su caos. Y solo cuando te permites fluir con su desorden, descubres su verdadero encanto. Después de todo, las mejores historias se escriben con pequeños momentos de lucha que nos hacen saborear aún más las victorias.